Ermita de las Arrodillas

A caballo sobre un ingente bolo, y como dando continuidad humana al sustrato pétreo, se alza este tan original como minúsculo oratorio. Un recinto desbordado por la piedra, y abrazado a ella, donde la devoción popular quiere ver las huellas de las rodillas de Santa Orosia, junto a unos largos cortes impresos por la espada perseguidora al seccionarlas. De ahí, que haya tomado el nombre de Arrodillas.

La ermita consiste en una doble hornacina: la de mayores dimensiones, destinada a contener la misteriosa piedra, y en su interior otra más reducida, que acoge la imagen de la Santa. La piedra se convierte en la imagen sagrada más destacada del conjunto. Una cruz, de reciente factura y grabada entre ambas oquedades, garantiza el carácter cristiano de su sacralidad. Como también lo muestra el gesto de veneración practicado por cada devoto que, tras tocar las dos concavidades, hace sobre su cuerpo la señal de la cruz. Las reducidas dimensiones de la ermita contrastan con la perfección exhibida por las piedras de sus esquinas.

La piedra ha sido, desde los albores de la humanidad, uno de los objetos de mayor veneración para los pueblos tanto de Oriente como de Occidente. Detectan que entre el alma y la piedra se establece una estrecha relación. Los celtas se caracterizaron por ser adoradores de las piedras. Por eso hicieron de ciertas piedras verdaderos altares divinos, asiento de una presencia suprahumana. Las consideraban cargadas de energías vitales benefactoras para el ser humano. Recordemos que en los templos cristianos ha sido tradición celebrar la eucaristía sobre un altar de piedra.

De ahí que esta ermiteta ofrezca un excelente ejemplo de lo que algunos autores han denominado superposición de cultos. Tal fenómeno supondría que en el proceso de cristianización de nuestra comarca fue incorporado a la nueva religión todo el sedimento religioso existente de otros cultos precristianos. Los símbolos sagrados de las viejas creencias fueron reconvertidos y dotados de un nuevo sentido. Es lo que en nuestro tiempo se ha llamado aculturación: encarnación del mensaje cristiano en un área cultural concreta, no destruyendo, sino asumiendo y transformando toda su herencia cultural. Aplicado este principio a nuestra peculiar ermita, significaría que el ancestral culto a la piedra, presente en tantas religiones primitivas, sirvió de pedestal sobre el que se soportó la nueva fe, personificada en este caso por las huellas martiriales, allí grabadas por una heroína de la nueva religión.